«Hace muchos años vivía un catedrático de universidad español que era comedido en todo excepto en una cosa: se preocupaba mucho por la excelencia en la investigación. Gracias a sus méritos, perseverancia y su prodigiosa inteligencia consiguió ser nombrado ministro de investigación. Un día escuchó a dos investigadores extranjeros, que estaban haciendo una estancia en su universidad, decir que habían construido el mejor baremo para evaluar la calidad de investigación que se pudiera imaginar. Eran los hermanos Guido y Luigi Farabutto, que acumulaban más de 100 trabajos publicados en las revistas de primer cuartil del famoso JCR (y su índice h era superior a 60). Este baremo, añadieron, tenía la especial capacidad de dar cero puntos a cualquier estúpido o incapaz para su cargo en una institución universitaria. Por supuesto, no había baremo alguno sino que los pícaros producían números arbitrarios, eso sí, si alguien introducía en la aplicación alguna publicación cuya pregunta de investigación estuviera relacionada con la docencia,se le asignaba una elevada puntuación negativa a ese trabajo.
Sintiéndose algo nervioso acerca de si él mismo sería capaz de salir bien parado o no con el baremo, el ministro de investigación envió primero a dos de sus hombres de confianza a ser sometidos a la evaluación. Evidentemente, ninguno de los dos introdujo méritos relacionados con investigación docente (pues no los tenían) y, puesto que la aplicación les otorgó unos números altos comenzaron a alabarla. Toda la comunidad académica empezó a oír hablar del fabuloso baremo y estaba deseando comprobar su puntuación, pero sobre todo, si tenían más puntos que sus vecinos. Los investigadores más prestigiosos de la disciplina sacaron elevadas puntuaciones, en parte por azar y en parte porque ninguno de ellos había publicado jamás artículos de investigación docente. Pronto la aplicación fue ganando popularidad.
Los hermanos Farabutto ayudaron al ministro a parametrizar la aplicación informática y el propio ministro obtuvo la mayor puntuación de España (tras seguir los consejos de los hermanos Farabutto y no introducir unos cuántos artículos sobre investigación docente que el catedrático había publicado en revistas como Academy of Management Learning & Education, Journal of Management Education, Intangible Capital, Journal of Engineering Education, Cuadernos de Economía y Dirección de Empresas, entre otras).
Toda la comunidad científica alabó enfáticamente el baremo, y empezaron a esconder sus investigaciones docentes, temerosos de que sus vecinos se dieran cuenta y les obligaran a introducirlas en la aplicación. Así pasaron muchos, mucho años.
De vez en cuando algún estúpido reclamaba «¡Pero si la investigación docente es investigación!… Sin embargo, sus palabras se perdían entre risitas despectivas por parte de una mayoría autocomplacida con sus elevados índices de prestigio académico (infinitamente mayores que los de los osados reclamantes)…»
Como ya os habréis dado cuenta, esta historia es una adaptación (http://es.wikipedia.org/wiki/El_traje_nuevo_del_emperador#cite_note-4) de lo que escribió Hans Christian Andersen (1837)… Aunque resulta que, en ocasiones, las maravillas extranjeras parten de ideas españolas . Parece ser que Andersen adaptó, sin citar (ahora diríamos, plagió), la historia XXXII recogida en el El conde Lucanor ( infante Don Juan Manuel, 1330- 1335).
Por supuesto, en mi texto, se podría sustituir el concepto «investigación docente» por «investigación con metodología cualitativa» o por «Investigación haciendo replicación de estudios» o incluso «publicar en más campos de los que yo [evaluador] soy capaz de dominar» o «investigación en temas que, unas pocas personas y contra toda lógica, deciden que no son propias del área, sin que haya ningún documento que manifieste, explícitamente, dónde están las fronteras consensuadas por la comunidad científica del área (en el caso de que, de verdad, sea posible acotar fronteras sin matar la investigación transversal y multidisciplinar) » y seguiría teniendo la misma vigencia.
No sé cómo acabará este cuento. En la ficción se acaba descubriendo el «pastel» y se rectifica y se aprende la lección. Pero es bien sabido que la realidad muchas veces supera a la ficción.
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